Comentario
Al igual que los cristianos aprovecharon el siglo XI para ir ganando terreno al Islam, los beréberes, sin abandonar la fe, iniciaron su particular reconquista, unificando al-Magrib desde el Sáhara al Atlántico y los confines de Ifriqiya y tratando de contrarrestar, al pasar a Al-Andalus, la reconquista por antonomasia. El primero de los imperios se formó entre los nómadas del Sáhara profundo y tomó el nombre de al-Murabitun (Almorávides) que era el de los voluntarios de la fe que guarnecían los fuertes fronterizos; ello da idea del afán religioso y político que los animó. Como no podía ser menos fundaron una ciudad, Marrakus, desde donde reconocieron a los abbasíes y después pasaron a la Península Ibérica.
Tres emires bastaron para que la debilidad interna del sistema, sin bases suficientes en los territorios conquistados, el desgaste de la guerra y la aparición de un nuevo movimiento beréber, acabaran con ellos, propiciando otro, aunque breve, periodo de taifas en al-Andalus. Durante el siglo escaso que permanecieron en escena consiguieron, además de modificar muchos esquemas en la arquitectura militar, aprovechar las experiencias andalusíes para dotar a los edificios norteafricanos de una decoración muy elegante que sería base de todo el desarrollo posterior.
Sus sucesores comenzaron también como movimiento religioso; nació el movimiento de los Almohades (al-Muwahhidun, los que profesan la unidad de Allah) por la predicación de un Mahdi, un asceta beréber llamado Ibn Tumart, que consiguió articular un imparable movimiento en el suroeste marroquí, entre beréberes sedentarios, que también tuvieron como capital a Marrakus, mientras en la Península eligieron y potenciaron, contra la decaída Córdoba, a Sevilla, que ya jamás abandonaría la capitalidad regional.
La organización, en cuya cabecera se situó un califato, se basó en una articulación administrativa racional y su expresión artística se inició con una rigurosa depuración decorativa y la consiguiente honestidad tectónica de las formas desnudas, inaugurando una serie de expedientes técnicos y compositivos de los que se alimentaría el arte español hasta bien entrado el siglo XVI. No deja de ser curioso cómo, al socaire de la intransigencia monoteísta, durante este periodo se iniciará por al-Magrib y Al-Andalus un culto a los santones que marcaría, ya para siempre, la religiosidad popular de este lado del Mediterráneo.
Lo mismo que los almorávides, el imperio almohade se descompuso por la conjunción de los mismos factores y sólo faltó la decisiva batalla de las Navas de Tolosa para que su decadencia política se transformase en catástrofe. A partir de estos momentos el Magrib, pese a los intentos unificadores de nuevos grupos beréberes, como es el caso de los mariníes (los Benimerines de nuestras crónicas medievales), no alcanzó jamás la unidad y sus expresiones artísticas se alimentaron de lo que poseían del periodo almohade además de lo que les llegaba de las elaboraciones andaluzas sobre las mismas bases. Sólo la construcción de la nueva ciudad de Fez significó una iniciativa de suficiente calado como para tener personalidad propia.
A partir de la conquista de Toledo se abrió para el Islam español un proceso de dos vías, pues a medida que el territorio de Al-Andalus fue disminuyendo en extensión, el número de musulmanes (mudéjares) que permaneció bajo dominio cristiano fue en aumento. Estos mudéjares desarrollaron unas actividades artísticas muy variadas, siempre dentro del ámbito popular, y a veces dominando incluso las esferas aristocráticas. Ni que decir tiene que este arte no guarda relación ninguna con el mozárabe ya que, si bien coincidieron en algunas áreas concretas, existió una fisura cronológica que equivale al periodo de plenitud románica, es decir una parte del siglo XI y casi todo el XII, aunque no faltaron edificios románicos en los que ciertos detalles decorativos e incluso estructurales nos hacen atisbar una situación más compleja que la evidenciada por nuestra historiografía.
Sorprende de este arte mudéjar su capacidad de hibridación y adaptación, lo que le llevó a vivir de sus propios recursos formales, sin contacto con el mundo islámico exterior, hasta agotarse bien entrado el siglo XVII aunque diversos oficios, como el de la Carpintería de lo Blanco, aún perviviesen hasta el XVIII. También es notable la diversidad y ubicuidad de sus formas, que conforman tres grandes áreas regionales, correspondientes a tres momentos concretos de la llamada Reconquista, como fueron la castellana, la aragonesa y la andaluza, que llegó a extenderse a América.
La ubicuidad del mudéjar es tal que sorprende encontrar sus producciones incluso en zonas que fueron musulmanas muy poco tiempo, mucho antes del Año Mil e igualmente maravilla su indefinición religiosa, pues casi todo lo que hicieron fueron iglesias y tampoco son raras las sinagogas; por contra, son las mezquitas mudéjares los edificios que peor documentados tenemos, señal de que siguieron usando las viejas.
Por todo ello, hay que tomar en consideración una tendencia de la investigación reciente que pone en duda que el arte mudéjar sea siempre obra de musulmanes, pues se constata que, en ciudades de intenso mudejarismo, como es el caso de Sevilla, la cifra de moros fue siempre bastante exigua. Quiere esto decir que, junto a un arte mudéjar de carácter étnico existe otro, indistinguible del anterior, que desarrollaron artesanos cristianos, que habían vivido y aprendido su oficio en un ambiente formal muy concreto: el de las únicas ciudades de la Península, las islámicas conquistadas por los cristianos.
La otra parte del Islam español también estaba sometida, aunque de otra e intermitente forma, a los cristianos. En 1238, cuando la invasión cristiana de las capitales de Al-Andalus se hizo más que probable, a los reyes de taifas del siglo XIII no les quedó más alternativa que declararse vasallos de los reyes cristianos o morir en el empeño de la resistencia a ultranza.
El vasallaje fue la posibilidad elegida por la región montañosa que restaba de Al-Andalus: el reino de Granada. La dinastía de los nasríes, que adoptaron títulos de emires y sultanes, consiguió dar coherencia a un superpoblado reino de refugiados, en el que la agricultura, el comercio y las artes florecieron sobremanera, pese a las difíciles relaciones con sus vecinos y la falta de contacto fluido con el resto del Islam.
Conocemos bastante la producción artística granadina y especialmente su complejísimo y mal estudiado palacio real, la Alhambra; en ella se resumen y exasperan tendencias espaciales, decorativas, funcionales y semánticas que el Islam había desarrollado desde los ya lejanos tiempos de las residencias omeyas; la compleja concatenación de patios y salones, las contradictorias relaciones con el paisaje, el uso consciente de la iluminación natural, el brillante resultado formal de baratos recursos tecnológicos, la habilidosa integración de aportaciones foráneas, etc., constituyen, en unas escasas hectáreas de difícil topografía, todo un recital de arquitectura, servida y vestida por una decoración y unos elementos mobiliares de la mejor calidad compositiva.
Las fronteras artísticas de Granada, al menos durante algunas décadas del siglo XIV fueron más amplias que las políticas o militares, y no sólo por lo que respecta al resto de la umma del otro lado del Estrecho, sino en su ambigua relación con Sevilla, la antigua capital del Al-Andalus almohade. El intercambio de artesanos, intelectuales y muchos otros personajes de ambos bandos durante una buena parte del citado siglo, cuando el arte gótico había cerrado un primer ciclo y aún faltaba tiempo para que se articulase su etapa final, produjeron manifestaciones edilicias en las que no sabemos bien quién fue quién, ni cuándo un edificio de Sevilla es consecuencia de Granada o Toledo o viceversa. Estos años, los que corresponden al tercer cuarto del siglo XIV fueron los más pujantes del reino granadino, tanto en la cultura en general como en lo que se refiere a lo artístico en particular; poco después se cerraría esta etapa, filocristiana o interconfesional, para entrar en la final, cuando predominó una cierta influencia oriental.